El cascanueces de Ikea.
Durante mi infancia, más o menos cada dos años, la pequeña parte de mi familia que vive en Estocolmo bajaba a visitarnos a Colombia. Para mi, eran como viajeros del futuro que venían a mostrarnos las últimas ocurrencias de un lugar mágico llamado Ikea; todavía recuerdo a mi Tía Anita (la persona más sueca del mundo después de los miembros de ABBA) mostrándonos un abridor de tarros que se convertía en cascanueces. No sabía que eran las nueces, y por qué era tan importante abrirlas con el abridor de tarros, pero tenía la pinta de ser la cosa más moderna del mundo. Sí, un cascanueces, un aparato que bien podría haber sido inventado por los vikingos me parecía moderno, no, modernísimo.
Pero sobre todo, recuerdo los arenques. Además de traernos objetos del futuro, nos traían comida del futuro, y como somos tantos en la familia y las franquicias de equipaje siempre han sido un instrumento contra el libre albedrío, traían pocos; así que tenía que acechar a los tíos y primos que poco gustaban de productos traídos del más allá, y esperar a que dejaran su plato de comida olvidado en algún lugar, con los suculentos arenquitos en salsa de mostaza esperándome. Si todavía les quedaba alguna duda de que tengo una relación patológica con la comida, pues bueno, estos fueron mis comienzos.
Entre la ciudad y el archipiélago.
Así llegué a Estocolmo, con las expectativas de encontrarme con una utopía, un tanto fría, donde todo está calculado a su más mínima expresión y potencial de utilidad. Y donde, al parecer, habría nueces por todos lados esperando ser abiertas. Pero no. Me encontré con una ciudad en obras, pero funcional; fluida, verde, rodeada de agua y con bosques maduros y ensoñadores en los rincones más insospechados. No había llegado a una nave espacial, había llegado al salón, muy bien diseñado, de una abuelita de un cuento de Hans Christian Andersen. Fue una sorpresa muy agradable llegar a un ciudad que por más de estar en el norte, es amena y cálida. Y no, no había nueces, pero sí rincones ocultos, como bolsillos acogedores, escondidos por toda la ciudad. Incluyendo un cementerio, que más que hacer honor a la muerte, hace honor a la vida, y todo sea dicho, a la buena arquitectura y el más puro paisajismo.
Pero no todo fue quedarse suspirando en Estocolmo, gracias a las habilidades innatas de cicerones de mis guías suecos (que por algo somos familia y lo que más nos une es el amor por la comida y viajar) descubrí un par de islas que me hicieron preguntar si, al final, no sería mala idea irme a vivir al campo, o a una isla en el Báltico. Pero de eso hablaremos más tarde, ahora concentrémonos en Estocolmo y por qué me gustó tanto.
Cómo bien saben, tengo cierta fijación con la luz, con la forma en la que inunda las ciudades y las cambia constantemente; y la luz de Estocolmo me llenó casi tanto como la luz de Lisboa. Al no haber estado nunca tan al norte del mundo, nunca había tenido el privilegio de ver el sol tocando tan tangencialmente un lugar, y digo privilegio, porque estos colores en el cielo nunca los había visto y me parecieron únicos, dignos de retener para siempre en la retina. De hecho, mi artista de cabecera, en un acto de contricción propio del gremio, aceptó haber estado juzgando pobremente el arte decimonónico sueco por lo irreal de sus atardeceres (para que luego no se diga que no me junto con gente friki). Temo por mi sanidad mental el día que vea las auroras boreales.
Pero también he llegado a la conclusión de que los suecos son las personas que mejor iluminan del mundo, y me refiero a todo, a sus casas, sus calles, sus puentes, sus centros históricos; todo está imbuido de una claridad cálida, sobre de todo de noche. Será el afán de retener el calor de los pocos días de verano que tienen al año, pero realmente Estocolmo es un ejercicio magistral de iluminación urbana. Esta gente atrapa atardeceres y los reparte por toda la ciudad.
Y sí, comí arenques, que no les quepa la menor duda.
Que este post quede como un abrebocas, porque Estocolmo da para mucho, y tampoco se trata de aburrirlos con ensoñaciones nórdicas. Pronto, un poco más de Estocolmo y una excursión por el archipiélago.