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El otoño ilumina Granada con una luz tenue pero reveladora, y expone con todo lujo de detalles la miríada de tonos ocres, rojos y amarillos que aparecen por doquier. Colores que a sazón encumbran a La Alhambra, la joya de la corona de Granada, en sus alturas y resaltan su belleza poderosa y magnífica.
Llegamos al medio día, pero nos dió la impresión de que acaba de amanecer o que estuviera a punto de atardecer, como si Granada estuviera atrapada siempre en los mejores momentos del día, cuando el mundo apenas despierta a su belleza o el sol apenas se quiere ir para no dejar de verla. Espero que perdonen tanta floritura, pero entre La Alhambra y Granada tengo la sensación de estar metida dentro de una nube rosa mientras Stendhal toca el violín. Cursi, lo sé, pero inevitable cuando se trata de la patria de Boabdil.
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Después de comer, decidimos pasear hasta el atardecer por la ciudad, específicamente por el entorno de la catedral, un muy recomendado paseo, sobre todo para ver el sol invernal tocar su fachada principal y sus torres. Una maravilla.
Justo junto a la catedral, en uno de sus costados nos encontramos un elegante edificio del siglo XVIII que nos llamó mucho la atención, porque al asomarnos al zaguán (cualquier arquitecto que se respete, puerta que ve abierta puerta que tiene que franquear) descubrimos lo que queda de la antigua Madraza musulmana, el oratorio, una pequeña y muy restaurada muestra de lo que veríamos al día siguiente en La Alhambra. Es un edificio que vale la pena visitar, especialmente por la superposición de espacios diferentes y de diferentes épocas que nos cuentan una sola gran historia, algo que veríamos a lo grande en La Alhambra. Justo en enfrente se encuentra una de las entradas a la catedral, a través de un pequeño edificio gótico, La Lonja de los Mercaderes, por favor, tómense su tiempo y disfruten de esta fachada del monumento, es simplemente preciosa.
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Aunque a duras penas es un secreto, es fácil pasar por alto la calle Ermita en la Plaza Bib Rambla, una de las entradas a la antigua Alcaicería, lo que queda del barrio comercial musulmán, y que con sus calles estrechas y la avalancha de productos de todo tipo que cuelgan de cualquier espacio disponible, sirve para olvidar que estamos en el siglo XXI, que estamos en Granada y que al salir nos encontraremos un Zara Home. Así es Granada, una constante superposición de historias, de urbanismo, de belleza.
Fue un paseo corto pero intenso, que culminó en el Paseo de los Tristes, luego de recorrer la Carrera del Darro, para quedarnos pegados al suelo viendo, sin terminar de creerlo, que La Alhambra, de noche, así, desde abajo, es una de las vistas más hermosas del mundo. Y que todavía no habíamos entrado. ¿Cómo es posible sentir nostalgia por algo que todavía no conocíamos? En ese momento supimos que teníamos que volver, y que dejaríamos mucho por ver, solo para tener la excusa de volver a ver un atardecer en Granada.
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Con unas pocas horas, le creí a Washington Irving, a Lorca, a Cohen, a todos aquellos que vieron su vida cambiar al pisar Granada. Aquellos que ya sin remedio, se encontraron con una vara para medir, de ahora en adelante, todas las cosas bellas que se encontrarían por el mundo.
Y todavía no había entrado a La Alhambra, lo que quiere decir que este post continuara…